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Francisco Palos “El Sevi”, un artista para nuestra Semana Santa

Francisco Palos “El Sevi”, un artista para nuestra Semana Santa

Francisco José Palos Chaparro había nacido en Puente Genil en la casa número dieciséis de la “Cuesta Vitas”, no lejos de donde vivió y tuvo taller, el también artista aventajado Juan de la Torre, que consta que intervino en imágenes y pasos procesionales, realizando algunos retablos, de nuestros templos. A poco de su nacimiento, su familia marchó a Herrera y de allí a Sevilla. En los Salesianos de la Trinidad – en los que funcionaban talleres artesanales – estudia y permanece hasta los catorce años. En el Barrio de San Vicente donde vivía, percibe el primer soplo artístico y cofradiero de la inmortal ciudad “madre y maestra”. Me contaba que, con la cera recogida a los cirios de los nazarenos, moldeaba sus primeras figurillas mientras se afianzaba en sus excelentes dotes como dibujante. Su estancia en Sevilla le marcó y durante toda su vida lo tendría como divisa de su arte creativo. Por ello, para todos, aquí en Puente Genil era “El Sevi”… Vuelve en 1952 la familia a Puente Genil y se aplica a la talla en los, por entonces, numerosos talleres relacionados, con la industria del mueble (Amuebladora Espejo, García Navas y otros particulares). Su indeclinable vocación artística le llevan, a pesar de arduas jornadas laborables, a las clases nocturnas de la Escuela de Artes y Oficios, donde el gran pintor Don Francisco Ortega Reina, se sorprende con su dominio intuitivo del dibujo, ya que con muy pocos trazos le imprimía a las láminas especial dinamismo.

Por ello le recomienda su ingreso en Bellas Artes, que no puede materializar por motivos económicos. Se aplica a la talla, aunque solo se consideraba entonces la decorativa y ornamental. Únicamente con Manolo Hernández “El Bombo”, que tenía taller en el Cerrillo, se inicia en el arte figurativo.

En 1962 marcha a Barcelona trabajando, durante cuatro años, como modelista, en una fábrica de retablos y de fi guras románicas en serie. Regresa a Puente Genil contrayendo matrimonio con Carmen Arévalo. El padre de ésta, era un gran artesano y manantero, muy ligado a nuestras cofradías. Vivian en la cuesta del Pósito. Le recuerdo en la Cofradía de la Columna y otras montando los candelabros de los pasos, que durante un tiempo se alumbraban con gas acetileno. De ese matrimonio nacerían sus cuatro hijos. El primer taller propio lo tuvo en la calle del Horno y posteriormente, incorporado a su vivienda, en la calle Linares número cuarenta y siete. De éste saldrían sus primeras obras para nuestra Semana Santa. Sería imposible la enumeración y detalle exhaustivo de su amplísima obra. Ofrecemos en un recuadro anexo las principales y una cronología aproximada. Raro es el paso de talla en el que no podamos encontrar algo de su mano, extendido a las miniaturas de la Semana Santa Chiquita. En imagenería su primera obra que sorprendió, fue el ángel de la Oración del Huerto, inspirado en el de Salzillo, al que siguieron el conjunto completo del Misterio de la Misericordia, culminado, en 1975, con el excepcional Crucificado, al que el genial Francisco Buiza enalteció con su personalísima policromía. Otro tanto cabe decir – aunque sea menos conocida – de la poderosísima y valiosa talla del San Juan Evangelista, que realizó por encargo de Don José Estepa Moyano, la cual encarnada y con riquísimo estofado de sus vestiduras, realizados por el gran imaginero Sevillano Navarro Arteaga, recibe culto en la Capilla del Santo Sepulcro. Por su prestancia podía incorporarse al cortejo procesional del Sábado Santo. Y como no, el Señor del Lavatorio, inspirado en el cuadro de Tintoretto. También sus Dolorosas: Nuestra Señora de la Cruz y la de la Estrella. Otras muchas obras fueron a parar lejos de Puente Genil, así como infinidad de piezas de talla decorativa o de mobiliario que le procuraban el sustento. Porque el arte imaginero es casi siempre idealista y poco productivo… ¡No se ha ido, pues, de esta vida con las manos vacías! Por la amistad, casi familiar, de mi padre con Arévalo, le conocí y empecé a visitar su taller de la calle Linares, en su ensanche con la del Horno. Se accedía al mismo atravesando su hogar en el que laboraba, incansable, Carmeluchi. Con nostálgica claridad, recuerdo aquel patio, blanco y luminoso, al que se abría el taller
(nunca le llamó estudio) en el que, como en el de los Machado, florecía un limonero. Desde antes de penetrar, el aroma sacrosanto de las maderas te acariciaba el alma… Cuando se aplicaba a la talla de imágenes – que era su predilección – se le paraban los relojes y hacía sonar, a duras penas, un derrengado aparato en el que sonaban, de fondo, marchas y saetas. Sus herramientas eran escasas. Solo las indispensables. Francisco, hablaba poco o nada…

Yo observaba con asombro, como de aquellos maderos toscos, tan solo contemplando el dibujo y unas escasas medidas, era capaz de esculpir volúmenes y formas con las gubias, directamente, con desbordada
destreza; sin modelado previo del barro o sacado de punto que es lo habitual. No se “aliviaba” en ningún elemento de la talla, que ejecutaba en “macizo”, con titánico esfuerzo. A excepción de las Dolorosas – de candelero – aunque fueran imágenes destinadas a vestir, las tallaba de cuerpo entero, con minuciosos grafismos. En ese taller, le recuerdo esculpiendo al Cristo de la Misericordia y al magnífico San Juan con visitas coincidentes de Don José Estepa. También los respiraderos del paso del Señor de la Columna. Poco a poco fuimos intimando, abriéndose a conversaciones – sin parar la gubia y el mazo – que versaban, monográficamente, sobre el arte, en todas sus manifestaciones y la imaginería, o pasos de Semana Santa con primacía. Ahí se elevó mi admiración: ¿Cómo era posible que un autodidacta, de estudios elementales, tuviera – como dijo Lorca de Manuel Torre – tanta “cultura en la sangre”? Era humilde, abnegado, extremadamente sensible y trabajador infatigable. Jamás se lo llegó a creer. Frente a los aduladores que lo halagaban, tildándole de genio, se sonreía y me decía por detrás, con limpia honradez, que él sólo era un tallista “aventajado” que, consciente de sus limitaciones, hacía lo que sabía o podía, pero poniendo el corazón en cada trazo o golpe de gubia… Con un humanismo innato y artista se consideraba católico y fervoroso pero sin gazmoñerías. Sus modelos paradigmáticos eran los imagineros del barroco sevillano, sobre todo Montañés y Mesa. Como cofrade – fueran titulares o secundarias – las tallas de imaginería pasionista. Más tarde, al trasladar el domicilio familiar a la calle Tintor instaló su taller en la calle Aguilar 88, donde vivían mis padres, lo que me permitió intimar más con “El Sevi”. Pese a su carácter retraído, introvertido y de genio voluble, como todos los artistas, hablábamos. Escuchaba con suma modestia, sin descanso, sacando formas vivas de aquellas maderas inertes. Me confesó que, aparte de su portentosa intuición, había dedicado días y noches al estudio de la anatomía;
a la contemplación de láminas y monografías de los grandes maestros y a leer – imaginándolos de manera plástica – los pasajes evangélicos. Muchas veces subió a casa a contemplar una Biblia decimonónica con ilustraciones de Gustavo Doré. El transmitir movimiento a sus imágenes decía que era su “asignatura pendiente”…

Cuando fundamos la Cofradía de la Santa Cena se entusiasmó con el dinamismo y composición del sevillano misterio y la calidad artística de los Titulares. Para el paso de la Cena talló los respiraderos; esquinas con altorelieves de los evangelistas y otras piezas aplicadas a la canastilla y, con el modelo de la mayor, la réplica casi exacta para la Semana Santa Chiquita. Carmeluchi fue, hasta su fallecimiento, del grupo de camareras de la Virgen y en familia, participaban de todas las actividades de la cofradía. Ya llevaba algunos años jubilado. La pérdida de Carmeluchi apagó muchas de sus luces. Por las mañanas temprano, salía cabizbajo. Caminaba despacio y meditabundo. A veces llegaba, paseando hasta el “Tropezón”, donde se sentaba contemplativo; o en escueto coloquio en “El Romeral”. Nos saludábamos e intercambiábamos algunas palabras. Luego recalaba en el “Rincón Manantero”, de Rey. Muchas veces recordaba, sin vanagloria, cuando algunos alababan sus obras. Perdida la agilidad en sus manos artistas, la inspiración le alentaba en el alma. Seguía soñando…

Su vida silente, algo bohemia y controvertida, se apagó, también en silencio, cuando se insinuaba el otoño. Se extinguió su creatividad, pero su obra será inmortal. Aquí se cumple esa verdad irrefutable: Los hombres pasan; las obras permanecen y la “gloria”, es esa que cantaba don Manuel Machado, de las coplas: que nadie sabe su autor… Se seguirá rezando en la quietud recatada de sus capillas a sus Cristos y a sus Vírgenes o admirando sus pasos en el esplendor, multitudinario y tumultuoso, de los días de Pasión… ¿Recordará alguien a su autor?

El día de su muerte, en mi diaria visita al Santuario del Nazareno, le recé, con renovada devoción, al Crucificado de la Misericordia, pidiendo por su alma. Un enorme lazo negro anudaba sus benditas plantas.

Sobrecogedor y sublime, el Cristo eleva su excelsa mirada a los Cielos… Allí le habrá dado un buen sitio al “Sevi”, que nos legó, entre otras, este piadoso e impresionante “Cachorro pontanés”, como ya le llaman los tratadistas de arte…

Descanse en paz el amigo; el humilde; el soñador… ¡El artista!

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