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La Virgen de los Dolores en nuestra lírica Popular

La Virgen de los Dolores en nuestra lírica Popular

En temas anteriores hemos caminado, juntos, al encuentro y valoración documental de nuestro extraordinario e inestimable patrimonio. Tanto del material, desde un punto de vista artístico y de su intrínseca riqueza, como de los elementos ornamentales que lo conforman. Y, como no, del inconmensurable patrimonio sacro-devocional de nuestra Imagen bendita considerando su inevitable evolución estética e histórica a través de los tiempos desde sus oscuros orígenes, tal vez modestos, hasta el soberano esplendor con que hoy la contemplamos, venerándola a diario en su altar, o en su radiante hermosura magnificente caminando por nuestras calles cada Viernes Santo.

Pero existe otro patrimonio, inapreciable, lírico y sentimental, indeclinablemente humano, también legado del tiempo, pero fecundado del numen popular y con raíz en el corazón. Son los cantos piadosos y vibrantes; las fervientes plegarias; los poemas más sentidos; los alados romances de versos cálidos; los piropos encendidos y devotos; las Saetas estremecedoras; Los Vivas Entusiastas… que, salidos del alma, nos han llegado heredados de un ayer inmortal o como retazos de una literatura, romántica, con aromas de leyenda pero de prodigiosa fidelidad. De ayer y de hoy. Unas veces anónima y otras con nombres y apellidos de inspirados músicos; juglares devotos o poetas, cultos o populares, que tuvieron a la Virgen de los Dolores como fuente de inspiración de su lira y que constituyen un auténtico relicario para la Cofradía y para todo nuestro frondoso acervo cultural.

A todo ello vamos a dedicar, de manera antológica – habida cuenta de su extensión – unos artículos como pequeña aportación a su disperso rescate. Lo hacemos, juntando recuerdos, desde el infinito cariño con el que desde niños nos cobijamos a sus divinas plantas. Reduplican su valor en este siglo tan aficionado a lo flamante, a lo material y uniforme.

Cronológicamente, el primer eslabón – de oro – es el gran poeta pontanés MIGUEL ROMERO, de cuyo libro fundamental “Semana Santa en Puente Genil” se cumple en este 2011, justamente un siglo. Miguel no solo fue un ferviente devoto de nuestra Virgen sino un hermano predilecto de su Cofradía. Él la llamaba, por antonomasia “La Madre de Jesús” y en campechana hipérbole decía que era para La Puente lo que la Macarena para los sevillanos, exaltándola en continuas e inspiradas alabanzas. En su triste “destierro” fue una de sus más punzantes añoranzas el recordar su activa presencia tanto el Viernes de Dolores como el Santo. He aquí algunos testimonios elocuentes: “… vistiendo la túnica azul y cinturón granate y oro, insignia gloriosa de la Hermandad”; (…)” invocando su santo nombre postulé para la ayuda del riquísimo manto”; “… cuatro años consecutivos fui honrado con el hermoso título de “Hermano Mayor”” (1).
Es decir que Miguel Romero – el más laureado emblema de nuestra lírica popular y semanantera – fue un hermano principal y su testimonio constituye un timbre de honor para nosotros y el que hoy le sigamos glosando en todos los círculos de la “Mananta”.
Bellísimos son los versos con los que como un preludio piadoso dedica a nuestra Madre en el día de su onomástica – antes fiesta grande y de inmenso “tronío” – en el entonces Santuario de Jesús Nazareno, alejado del centro vital del pueblo. Suena como una dulce égloga, esta décima:

“Nombre misterioso y santo símbolo de la tortura,
que al alma presta dulzura
y del alma arranca llanto
.
Nombre que aleja el quebranto
cual trino de ruiseñores;
mezcla de espinas y fl ores,de
tristeza y de alegría.
¡Nombre que hoy toma María
por sus benditos DOLORES!”

El poeta se dirige a la Virgen en la espléndida hermosura de su altar en aquella Función solemnísima de la mañana – hoy trasladada a la tarde por motivos laborales – en la que desde niño le escuché referir a nuestros mayores que para ellos era un día tan grande que para asistir puntualmente, se paraban totalmente todas las faenas agrícolas – entonces absolutamente predominantes en los hermanos, tanto en los hacendados como en los jornaleros – considerándolo como día de “huelga”, retribuido, para que pudieran asistir. ¡Aquellos Viernes de Dolores con repiques de campanas y cohetes desde la amanecida, de fastuosa Función y saetas y cantos esparcidos hasta la madrugada siguiente tras el tradicional almuerzo de Hermandad! Era el preludio más entrañable de la Semana Mayor.

De todos los poemas de Miguel Romero, en nuestra modesta opinión, el más dramático rozando el patetismo existencial; el del sentimentalismo más radical; el más expresivo del amor al pueblo de sus amores y el de más descarnada amargura ante su triste sino es el que dedicó “A las Autoridades Judaicas”. Además de su depurado lirismo y elevada calidad literaria, Miguel desnudó su alma, entre espinas y abrasada por ascuas de añoranza, clamando, con ardientes lágrimas, por todo lo que eran sus entrañas heridas por la lejanía. Y en ese “tropel” está bien presente nuestra Madre. La “maldición” de su triste destierro Romero la simboliza en su desolación, en una doble pérdida maternal con versos sublimes:


“¡A mi tierra querida, rica y hermosa, que al cerrarme las puertas de mi ventura,me alejó de dos madres: MI DOLOROSA
y mi madre del alma,

que allí reposa
brindándome un pedazo de sepultura!”

Miguel soñaba, en la distancia, con la meta de su eterno descanso en el blanco cementerio por entonces anexo a la Ermita, custodiado por el Bendito Nazareno y cobijado en el manto azul de su Virgen de los Dolores. Es lacerante, como una perpetua herida abierta, considerar que este deseo del poeta no sólo no pudo verificarse sino que, muerto en Alcaracejos donde ejercía como veterinario y donde fue enterrado, sus restos mortales se perdieron en la Guerra Civil. Hoy se ha erigido una lápida a su memoria en dicho lugar. 

En el ápice emocional del poema, Miguel Romero, nos invoca y nos convoca, en su agónico deseo a ese momento de la Diana en que, vivos y muertos, contemplamos el más allá. Y junto al Nazareno, la Madre de los Dolores:

“Y al vibrar en la Cumbre la campanita
y el Redentor asome con el Madero…
… Y a su lado su MADRE. ¡Madre Bendita…
Y el pueblo entre bengalas suba a su Ermita…
¡No olvidaros del pobre… ¡MIGUEL ROMERO!”

Él renuncia en favor de Aguilar y Cano a la descripción de ese momento y nos vuelve a situar, emocionadamente, en el encuentro con la Madre en la pétrea explanada: “… como un esbelto y empavesado buque anclado entre el oleaje de un mar de corazones que, incesantemente, la aclaman (…) y con los ojos del alma la besan”.

Era entre dos luces. En el escalofrío mágico de esta celestial alborada sacra cuando tenía lugar una de las emociones más intensas de cada Viernes Santo. Con lágrimas y el vello de punta hemos escuchado, tantas y tantas veces, evocar a los hermanos más ancianos y venerables de la Cofradía, como una visión sublime, aquella sobrecogedora estampa que ya, privilegiados, podrán contemplar en el Cielo: El hermano Antonio Montero Muñoz “CANGILONES” – ejemplar e histórico “cruceta” de la Hermandad y depositario de un apodo singular; toda una personalidad en Puente Genil por su bonhomía; extraordinario saetero y de aquilatada afición flamenca – se erguía, enfundado en su túnica azul y, desde una escalera sostenida, aupado en hombros por enfervorizados hermanos e incluso algunos años de rodillas, con la voz sollozante y quebrada, en el temblor indeciso del silencio conmovido y con el gesto desgarrado, a la luz naciente del alba “echaba” la inolvidable Plegaria de Miguel Romero que estremecía, al desgranarla, hasta las mismas piedras:

“¿Dónde vas tierna Paloma,
Viernes Santo de mañana;
tan hermosa y dolorida
vertiendo un raudal de lágrimas?
¿Por qué lloras…? ¿A quién buscan
tus celestiales miradas?…
¿Por qué desde tus altares
hasta el fi n del pueblo bajas…?”

La brisa aromada de la incipiente mañana acariciaba el azul y plata de las bambalinas del palio inundando su gótica arquitectura con el ángel centinela en la cúspide, sin llegar a apagar las velas. En mágico contraluz. Y allí la voz arcana, mojada y cálida, de “Cangilones” proseguía, con solemne majestad, como un seráfico pregón en voz de pueblo. Con un nudo en la garganta derramando su dulcísima cantinela:

“…¡Míranos bajo tu manto
como indefensa bandada
de polluelos; al abrigo
de tus purísimas ay…!”

Las deprecaciones más tiernas y los fervores más aquilatados se entremezclaban con la miel de los piropos y requiebros más dulces en una especie de arrope piadoso, sublime y amoroso, en la nuncia mañana, transida e hiriente, de sensaciones puras. De remembranzas infinitas:

“…¡Mirad su boca entreabierta
por el dolor, pura y santa,
que para todos sus hijos
suspiros de amor se escapan!”

La emoción se derramaba en todos los ámbitos empapando en húmedos suspiros las aristas duras del empedrado. La cercanía del cementerio, cuyos cipreses – flechas de eternidad – oscilaban como almas vivas, elevando la tensión en el patético y estremecedor final del largo poema con un aldabonazo sobrecogedor al grito de fe y de suprema esperanza:


“…¡Por nuestros llorados muertos
que en esas tumbas descansan
en cuyos fúnebres lechos
pronto un sitio nos aguarda!”

Y “Cangilones”, con la voz y el alma destrozadas, clamaba con los brazos abiertos:

“Y cuando las negras puertas
de la Eternidad, se abran
y den paso a mi cadáver
tras la losa funeraria…
Y no pueda ver tu Imagen
tan hermosa ¡Virgen Santa”…
Ni escuche tu campanita
Viernes Santo de mañana…
Entonces, de las miserias
del mundo, salva mi alma

y vuele contigo al Cielo

como vuela mi plegaria…”

Vivas estentóreos. Llantos incontenidos. Abrazos efusivos. Sacudidas del alma… Y una calma, honda y espiritual, en el silencio rotundo. La misma Virgen, contemplando a sus hijos en Hermandad, dibujaba una tenue sonrisa. Todos los que se fueron parecían revolotear con las atrevidas golondrinas en los recovecos del palio, en esos instantes sublimes de la vida, que muy pocas veces llegamos a vivir, en que – derrotada la razón – se funden la tierra y el Cielo…
Fue “Cangilones” toda una institución en la Cofradía y en la Semana Santa y esta plegaria una cumbre sentimental. Luego vinieron tiempos oscuros y Viernes Santos de prohibiciones. De forzados encierros en los que, como la propia Diana, la plegaria se enclaustró en el templo. Con más lágrimas. Con más rabia. Con amenazada y prisionera devoción… Después de la Guerra que se llevó tanto y, sobre todo, a tantos… “Cangilones” se inmortalizó como “cruceta”, cantando sus saetas y con su sentida plegaria, ya en Miragenil donde se repuso en el “encuentro”. Cuando murió, en 1953, heredó el cargo de cruceta y su vocación saetera su hijo Francisco Montero Serrano – que la Virgen nos guarde por muchos años – y sus hijos, yernos, nueras y nietos que, aunque vivan lejos, tornan cada Viernes Santo.

Por eso, en el ambiente intimista y familiar de la Hermandad, cada Viernes de Dolores, cuando ya el fervor y los brindis ponían en los almuerzos su punto álgido, se repetía, una y otra vez, con inmenso cariño uno de esos vivas, triviales y entrañables, que caracterizaban a nuestras cofradías y corporaciones:


“¡Viva la Virgen de los Dolores:
Madre de los Chacones;
tía de “Mones”y abuela de “Cangilones”
!”


Este “viva”, tan trivial, nos puede dar idea del cariño entrañable con que nuestros antepasados trataban estas cosas. Y es que las familias y algunos hermanos emblemáticos eran el mayor patrimonio de nuestras Hermandades en tiempos menos grandilocuentes pero más afectivos. Por ello, junto a la familia Chacón y al popularísimo “Cangilones” aparece otro de los más firmes pilares: el inolvidable “Mones”, apodo cariñoso con el que era conocido un excepcional cofrade y benefactor, devoto de la Virgen e incondicional de la Cofradía: Jesús Morales Pontes. Fue hermano afectísimo y de gran entrega siendo Secretario de la misma durante muchísimos años y en un periodo turbulento. Era hombre culto y buen cantor. A él le debemos las actas conservadas en el primer libro que arranca en 1917. Tenía un acreditado comercio de tejidos en la calle Santa Catalina que fue asaltado e incendiado en los sucesos revolucionarios del Julio de 1936, aunque logró salvar su vida falleciendo, en 1937, a la temprana edad de cuarenta y nueve años.

JUAN ORTEGA CHACÓN

Revista nº 4 Cofradía Servita de María Stma. de los Dolores

(1) “Semana Santa en Puente Genil”-1911- MIGUEL ROMERO- Imp. Baldomero Giménez- Edición original-

RESEÑAS FOTOGRÁFICAS

I.- Paso de la Virgen en el puente. El hermano corpulento (con túnica y bigote) se identifica con Miguel Romero (primeros años del siglo XX).
II.- Plaza del Calvario. Aparecen la antigua santería y el Cementerio (Hacia 1920).
III.- Encuentro en Miragenil, donde se declamó la plegaria (1948).
IV.- Hermanos y niños ante el paso en calle Don Gonzalo. En el ángulo derecho “Cangilones” hijo, con el bastón de cruceta (1950).
V.- Con el palio nuevo, aparecen llevando a la Virgen, tres miembros de la familia “Cangilones”: Antonio y Manolo Montero y su cuñado Miguel Berral “el cantaor”. Delante aparece, niño de unos seis años, el inolvidable Rafael Chacón Villafranca.
VI y VII.- Respectivamente: Jesús Morales Pontes “Mones” y Antonio Montero “Cangilones”.

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